Jónatham F. Moriche – Kaos en la Red
En 2008, el mercado hipotecario norteamericano implosionó bajo el lastre de gigantescas deudas impagables, desencadenando una fulminante quiebra del sistema financiero internacional. En 2009, la onda expansiva de la crisis rebasó los límites del sistema financiero para contagiarse al conjunto del sistema económico, provocando ingentes destrozos en términos de consumo, productividad y empleo de una punta a la otra del planeta. Y 2010 ha sido el año de la crisis política. El año del estrepitoso fracaso de la acción política multilateral para contener la propagación de la catástrofe, y del completo doblegamiento de los Estados ante el envite de unos mercados financieros que han pasado, de ser amenazados con la implementación de una fuerte regulación sobre sus actividades especulativas, a imponer a los poderes públicos unas políticas económicas renovadamente agresivas en su propio provecho, forzando el desmantelando de servicios públicos para abrir nuevos yacimientos de negocio a costa de derechos sociales de cobertura universal garantizada (pensiones, educación, sanidad…) y la redefinición de las relaciones entre capital y trabajo en dirección a un salvaje incremento en las tasas de explotación laboral.
Esta crisis ha venido a poner patas arriba el mapa de mundo. Muchos países de América Latina, víctimas tradicionales del intervencionismo económico y el chantaje de la deuda, consiguen ahora mantener tasas altas de crecimiento, generar empleo, enfrentar las desigualdades sociales y asentar la estabilidad institucional gracias a gobiernos diversa pero decididamente progresistas (Lula Da Silva en Brasil, Hugo Chávez en Venezuela, Evo Morales en Bolivia, Néstor Kirchner y Cristina Fernández en Argentina…) y, sobre todo, gracias a sociedades civiles activas y concienciadas, capaces de mantener una presión firme y continuada sobre sus representantes y plantar cara en las urnas y en las calles a las oligarquías neoliberales. Al mismo tiempo, los gobiernos europeos se arrodillan suplicantes ante los mercados capitalistas, aplicando salvajes medidas de austeridad contra los más débiles (estudiantes, trabajadores, pensionistas, inmigrantes…), legislando al férreo e impasible dictado de los gángsteres de cuello blanco del Fondo Monetario Internacional, el Banco Central Europeo y las patronales empresariales y bancarias, y abriendo generosamente a sus manos ansiosas la caja del dinero público, en un proceso de degradación económica y política que el economista Bernard Conte ha descrito como la “tercermundialización” de Europa (“la tendencia hacia una estructura social con algunos muy ricos y muchos pobres, sin clase media”) y el jurista José A. Estévez Araújo como la “latinoamericanización” de Europa (“un conjunto de países abrumados por sus deudas, sometidos a los dictados del Fondo Monetario Internacional y obligados a seguir las directrices neoliberales, que se estarían plasmando en los planes de ajuste que se han implantado o están implantando en países como Grecia, España, Portugal, Irlanda o Letonia y que se ciernen sobre Francia o Italia”).
En el capítulo de responsabilidades ante esta situación catastrófica, queda muy poco que añadir a lo ya dicho sobre la depravada codicia de los mercados capitalistas y la clase corporativa que los dirige, y sobre la vergonzosa relación de cómplice servidumbre que les ofrenda el grueso de la clase y los partidos políticos y los medios de comunicación de masas. No se trata de ninguna novedad histórica que hayamos descubierto en el otoño de 2008, habida cuenta de la historia criminal del neoliberalismo en su larga marcha de treinta años a la conquista del poder absoluto, jalonada de cruentas victorias a golpe de fusil y talonario desde el Santiago de Chile de septiembre de 1973 al Bagdad de marzo de 2003: la única novedad significativa es que la severa “doctrina del shock” neoliberal, como tan acertadamente definiese la investigadora Naomi Klein, consuetudinariamente aplicada sobre los habitantes empobrecidos de la periferia, se cierne ahora sobre los acomodados habitantes del centro, privilegiados beneficiarios del gran pacto social posterior a la II Guerra Mundial, que mediante importantes concesiones de las élites del capital a las fuerzas del trabajo (en materia de libertades civiles, derechos laborales o servicios públicos) consolidó una asentada paz social de treinta años en el corazón del sistema-mundo capitalista.
Pero sí cabe preguntarse, cada día con más apremio y estupor, ¿qué hay de las víctimas de este gigantesco latrocinio? ¿Cómo explicar la prolongada, mayoritaria y aparentemente inconmovible apatía de amplias capas de la población europea ante la devastación de sus condiciones materiales de vida y el descrédito de sus instituciones políticas democráticas? En España, quizás el caso más extremo en Europa de esta aplastante apatía, cientos de miles de ciudadanos perdieron abruptamente su último ingreso y quedaron expuestos a la plena exclusión social con la supresión del subsidio extraordinario para desempleados de larga duración, decisión gubernamental anunciada a principios de este mes de diciembre sin que se alterase ni por un instante el centelleante espejismo de normalidad que componen el consumo de masas, las tertulias televisivas de crónica social, los eventos futbolísticos y las celebraciones religiosas. La izquierda europea se interroga pasmada ante este mórbido estancamiento de la iniciativa ciudadana ante su propia depauperización económica y sojuzgamiento político: “Ingenuos, pensamos que la crisis sería el abreojos, la oportunidad para acabar con el encantamiento”, escribe el pensador, activista y paisano nuestro Manuel Cañada, “y sin embargo se adensó la ceguera y el miedo. Los que mandan han comprobado que enfrente apenas hay nada”. Y la izquierda europea debería contestarse asumiendo y enfrentando que a la crisis del capitalismo ella responde con su propia y no menos profunda crisis, y que es no tanto el empuje de sus adversarios como su propia debilidad, fragilidad y dispersión lo que está haciendo posible que de esta crisis esté emergiendo, no una alternativa frente al neoliberalismo, sino una reforzada y endurecida hegemonía neoliberal. La abismal apatía española no sirve, afortunadamente, para retratar al conjunto de la sociedad civil y la clase trabajadora europea, pero tampoco en Grecia, Francia, Italia o el Reino Unido, donde la respuesta en la calle ha alcanzado picos de notable intensidad, la izquierda ha conseguido embridar la deriva de políticas de austeridad y recortes sociales, ni mucho menos imponer un rumbo alternativo hacia un proyecto social y económico propio. ¿Por qué?
La mayor parte de las principales organizaciones de la izquierda europea permanecen ancladas en posiciones que, si es que una vez fueron válidas, en tiempos mejores de abundancia material y estabilidad institucional, ya no lo son, y difícilmente volverán a serlo en un futuro cercano. La clase dominante y beneficiaria de la nueva normalidad que inaugura esta crisis mantiene un descompromiso con la democracia equiparable a aquel del que hicieran gala Augusto Pinochet y sus comilitones derrocando al gobierno chileno de unidad popular y base trabajadora de Salvador Allende en 1973, y si no ha expresado todavía ese descompromiso de forma tan desmedida e indiscriminadamente violenta es porque la correlación de fuerzas sobre el territorio europeo no se lo ha hecho imprescindible. Sólo así, gracias a un gravoso tributo de espaldas anchas y rodillas hincadas en tierra, las masas trabajadoras europeas se libran, al menos de momento, de la mano dura que las élites reservan para molestas e indefensas minorías como los gitanos rumanos deportados masiva e ilegalmente por Sarkozy o Berlusconi (un luminoso ejemplo de cómo políticas medular e inequívocamente fascistas se infiltran en esta nueva normalidad post-democrática). ¿Puede la izquierda seguir pensando en mantener un diálogo racional e institucionalizado con una clase capitalista dominante que considera no tener ya nada que dialogar con las fuerzas del trabajo, y que ha desertado de toda institucionalidad de base democrática, para elevar sus propias instituciones de carácter no democrático (el Fondo Monetario Internacional, el Banco Central Europeo, el Banco de España) a la cúspide del sistema político, por encima de gobiernos, parlamentos y constituciones? ¿“Basta la democracia para oponerse a la violencia del capital”, como se pregunta Franco “Bifo” Berardi, cuando nuestras democracias ya agonizan, y cuando ignorar su agonía no equivale a defenderlas, sino a resignarse a dejarse matar, postrados e inermes al lado de su cadáver? El completo fracaso de los líderes del ala más sensata y pactista del neoliberalismo (Barack Obama en EEUU, José Luís Rodríguez Zapatero en España, José Sócrates en Portugal…) pone en evidencia, hasta para sus más sinceros y bienintencionados defensores, la inutilidad de las estrategias de conciliación, y la “traición de la socialdemocracia” ya no es un reproche de la izquierda revolucionaria, sino la amarga autocrítica de quienes, como Paolo Flores D’Arcais, han sido durante décadas pilares morales e intelectuales del centro-izquierda europeo.
Sin embargo, a día de hoy, todavía buena parte de la izquierda, empezando por las grandes organizaciones agrupadas en la Confederación Europea de Sindicatos (la mayor entidad de la izquierda europea por afiliación e implantación territorial, y a día de hoy todavía un agente indispensable para poner en pie cualquier movilización significativa de alcance continental), entre ellas UGT y CCOO, sigue sin reconocer esa avanzada agonía democrática, convocando pálidas manifestaciones y disciplinados paros laborales absolutamente inofensivos, para forzar rondas negociadoras absolutamente ineficaces frente a gobiernos que casi nada pueden ya negociar porque casi nada pueden ya decidir. Sin duda hay que aplaudir la acción radical y ejemplar de los estudiantes italianos y británicos, de los petroquímicos franceses o de los conductores de metro madrileños. Pero sólo el salto de las grandes mayorías sociales y de sus organizaciones representativas a una dinámica abierta y decididamente insurreccional puede forzar un nuevo reparto de cartas en el titánico conflicto de clases que se pretende encubrir bajo el espeso manto de cifras de esta crisis. No sólo existe una perentoria necesidad estratégica, sino también una plena legitimidad moral e incluso jurídica, de caminar hacia una movilización de carácter destituyente: muchas de las políticas de ajuste y recortes de prestaciones sociales que están siendo aplicadas en Europa son abiertamente contrarias a Derechos Humanos legalmente reconocidos en Constituciones y tratados internacionales de obligado cumplimiento: la desobediencia y la sedición no son delitos sino obligaciones cívicas ante instituciones y gobiernos que contravienen sus propios principios fundacionales en favor de una minoría privilegiada que ha desertado de todo compromiso con la democracia y con sus conciudadanos, convirtiéndose de facto en instituciones ilegítimas y gobiernos de ocupación del propio territorio. No se trata, pues, de lanzar una insurrección, sino de defenderse con medios proporcionados a una opresión tiránica.
En 1987, el pueblo palestino lanzó su Primera Intifada contra el ocupante israelí en defensa de su soberanía y su misma supervivencia. La intervención de los mercados financieros internacionales en Europa no es, por ahora, tan sanguinaria como la intervención israelí en Palestina, pero no por ello resulta más legítima ni aceptable. Y 2011 será el año decisivo en que la sociedad civil y la clase trabajadora europeas deberán lanzar su Primera Intifada contra la dominación neoliberal, o bien aceptar uncirse como bueyes mansos al yugo de una completa y omnímoda dictadura de los mercados. ¿Cómo habrá de discurrir este movimiento, mediante qué estrategias de organización y acción colectiva? ¿Bastará con revitalizar nuestros partidos, sindicatos y movimientos tradicionales, o habrá que inventar otros completamente nuevos? ¿Qué papel jugarán la huelga, la acción directa, la representación institucional u otras formas de intervención política aún por diseñar y practicar? Estas son preguntas abiertas a las que millones de europeos deberán responder en el día a día de una lucha que bien podría ocupar los empeños de toda una generación. No será como en la Inglaterra de 1642, ni como en la Francia de 1789, ni como en la Rusia de 1917, porque la Historia nunca se repite de forma idéntica a sí misma por muchas analogías parciales que podamos encontrar entre aquellas y estas circunstancias históricas. En 2011, Europa deberá encontrar su propio y distinto camino para preservar sus libertades, o resignarse a perderlas. Este y no otro es el enorme desafío que se presenta ante nosotros, y ojalá que los europeos y europeas comprometidos con la democracia encontremos a tiempo el valor, el tesón y la inteligencia de darle adecuada respuesta.