Tal vez sea difícil encontrar una celebración del Primero de Mayo en la que exista mayor preocupación por la creación de empleo, empezando porque la UE la ha introducido (¡por fin!) en su agenda de trabajo. Cierto es que para los sindicatos ese tema ha estado siempre muy presente, pero no así para otros sectores de la sociedad y para los mismos poderes públicos. Esa creciente preocupación me parece que es una buena forma de conmemorar una fecha tan señalada para la lucha por la conquista de los derechos sociales en el trabajo. Pero no es suficiente decir que nos preocupa la situación de millones de personas que no encuentran trabajo y que, como consecuencia de ello, carecen de recursos para subsistir. Una preocupación, digamos sana, exige que, además, se tengan claras, entre otras, cosas tales como que las conquistas sociales de los últimos 50 años en el mundo desarrollado no pueden ser eliminadas en función de postulados indemostrados y que la situación actual de distribución de las riquezas que se produce en el mundo es injusta. Así planteadas, estas cuestiones pueden parecer muy teóricas, pero es que es en ese terreno en el que se mueven quiénes consideran que sólo rebajando sustancialmente el Estado del bienestar tiene solución el problema del desempleo; que la creación de empleo sólo depende del crecimiento económico y que una mejor distribución de los beneficios producidos por el desarrollo actúa frenando las posibilidades de generarlo. La primera de estas cuestiones refleja un fuerte componente insolidario porque el Estado del bienestar favorece a los más necesitados de la sociedad y una fuerte reducción del mismo contribuye al incremento de las diferencias sociales. La segunda se ha demostrado que sólo es cierta si va acompañada de una rebaja considerable de las condiciones de trabajo, tanto económicas como de otro tipo, lo que vuelve a llevarnos a la constatación del componente clasista de quiénes así la cuestión. La tercera, siendo en parte cierta, no puede plantearse como barrera a todo tipo de igualación sino como elemento de reflexión para establecer cuál es el punto de equilibrio entre políticas igualitarias -que favorecen a los más necesitados- y políticas de crecimiento económico, que suelen favorecer a quiénes disponen de más recursos. En todas estas cuestiones tiene un papel que jugar el Estado. El equilibrio entre las políticas para el crecimiento económico y las igualitarias debe dar como resultado, entre otros, que la creación de más y mejor empleo debe ser contemplada como un objetivo en sí mismo, no como un subproducto del crecimiento económico. Y de esta última manera, en mi opinión, es como se contempla en el mal llamado Plan Nacional de Acción para el Empleo. La base del texto elaborado por el Gobierno de España es que la reducción de los desequilibrios macroeconómicos y la liberalización de los mercados generará crecimiento económico y éste supondrá la creación de más empleo. Entre los instrumentos se citan la reforma fiscal, la introducción de más competencia, el favorecimiento de la ganancia de productividad y la cooperación entre los sectores públicos y privados para mejorar los servicios públicos (¿más privatización de servicios públicos?). Si esto no es ortodoxia neoliberal, que venga Dios y lo vea. Cuando el plan habla de políticas para la generación de empleo, recoge algunas que nos parecen adecuadas (la promoción del primer contrato entre autónomos y profesionales, la regulación del trabajo a tiempo parcial estable...), entre otras cosas, porque fueron introducidas bien a sugerencia de los agentes sociales o, entre otras, de la consejería de la que soy responsable. Pero, con las competencias que tiene la Administración de Estado, cabía esperar más. En el Pacto por el Empleo y el Desarrollo Económico de Andalucía, se recogían, por ejemplo, la creación de una red de Unidades de Promoción de Empleo, el favorecimiento del autoempleo, el reparto del trabajo mediante fórmulas para organizarlo mejor, la introducción del empleo en la negociación colectiva, etcétera). Pero hay medidas que sólo con las competencias del Estado pueden ser instrumentadas y que, desgraciadamente, no parece ni que haya estado en el ánimo del Gobierno de España adoptar. Entre ellas, y sólo por citar una, la incentivación de la reducción de jornada de común acuerdo entre empresas y trabajadores, que incluso la Generalitat catalana ha afirmado va a considerar. Esta falta de sensibilidad del Gobierno de la nación no será obstáculo para que la necesidad de políticas concretamente dirigidas a crear empleo se abra espacios cada vez más amplios en la sociedad. En su mano está hacer del plan un instrumento sólo útil para el beneficio de unos o para el conjunto de la sociedad española. La reconversión en este último sentido sí que sería una buena conmemoración del 1º de Mayo.GUILLERMO GUTIÉRREZ CRESPO
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